“Talitha Koum Nos Llama a Ser Evangelizadores del Avivamiento Eucarístico”

Discurso de apertura para la Conferencia de la Oficina de Formación en la Fe
4 de noviembre de 2023; Parroquia de San Mateo

Introducción

Es muy bueno que nos reunamos en esta Conferencia de Formación de Fe y nos renuevemos en el trabajo que realizamos para nuestro Señor, Su Evangelio y Su Iglesia.  Estoy muy agradecida a la Hna. Celeste y su equipo que han trabajado tan duro para hacer esto posible.  Obviamente hay mucho trabajo por hacer y muchos detalles que atender, la mayoría de los cuales no vemos, y es un gran servicio para nuestra Arquidiócesis.  ¡Gracias!

El tema de nuestra conferencia está inspirado en la historia de nuestro Señor resucitando a la joven hija de un destacado funcionario de la sinagoga.  Si bien la historia se cuenta en los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), sólo Marcos registra las palabras literales que Jesús le habló a la niña en arameo, que se toma como título de nuestra conferencia. Entonces, primero escuchemos la historia en su totalidad:

Jesús, entonces, atravesó el lago, y al volver a la otra orilla, una gran muchedumbre se juntó en la playa en torno a él.  En eso llegó un oficial de la sinagoga, llamado Jairo, y al ver a Jesús, se postró a sus pies suplicándole: ‘Mi hija está agonizando; ven e impón tus manos sobre ella para que se mejore y siga viviendo.’  Jesús se fue con Jairo; estaban en medio de un gran gentío, que lo oprimía.

Jesús estaba todavía hablando cuando llegaron algunos de la casa del oficial de la sinagoga para informarle: ‘Tu hija ha muerto.  ¿Para qué molestar ya al Maestro?’  Jesús se hizo el desentendido y dijo al oficial: ‘No tengas miedo, solamente ten fe.’  Pero no dejó que lo acompañaran más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.  Cuando llegaron a la casa del oficial, Jesús vio un gran alboroto: unos lloraban y otros gritaban.  Jesús entró y les dijo: ‘¿Por qué este alboroto y tanto llanto?  La niña no está muerta, sino dormida.’  Y se burlaban de él.  Pero Jesús los hizo salir a todos, tomó consigo al padre, a la madre y a los que venían con él, y entró donde estaba la niña.  Tomándola de la mano, dijo a la niña: ‘Talitá kumi’, que quiere decir: ‘Niña, te lo digo, ¡levántate!’  La jovencita se levantó al instante y empezó a caminar (tenía doce años).  ¡Qué estupor más grande!  Quedaron fuera de sí.  Pero Jesús les pidió insistentemente que no lo contaran a nadie, y les dijo que dieran algo de comer a la niña [Mc 5:21-24a.35-43].

Hay muchas joyas de sabiduría contenidas en esta historia y nos da mucho que analizar.  Sin embargo, durante el tiempo que estoy con ustedes aquí hoy, hay tres ideas particulares que me gustaría extraer de la historia y sobre las que reflexionar con ustedes durante nuestro tiempo juntos.

Accompañamiento

Antetodo, San Marcos nos dice: “Jesús se fue con Jairo; estaban en medio de un gran gentío, que lo oprimía….  ’  Y se burlaban de él.  Pero Jesús los hizo salir a todos, tomó consigo al padre, a la madre y a los que venían con él, y entró donde estaba la niña.”

La primera idea que nos ofrece esta historia tiene que ver con la forma de actuar de Jesús.  Por supuesto, él tenía el poder de devolverle la vida a esa pequeña niña de la forma que quisiera, desde donde quisiera.  Pero él “se fue con él” y “tomó … al padre, a la madre … y entró donde estaba la niña”. Jesús se tomó la molestia de acompañar a estos padres angustiados, de pasar tiempo con ellos y de estar presente en su dolor.  Jesús está siempre presente para quienes sufren y lo buscan.  

Sabemos bien cuán prominente es el tema del acompañamiento en las enseñanzas de nuestro Santo Padre el Papa Francisco.  Éste ha sido un tema constante para él desde el comienzo de su Pontificado.  Por ejemplo, ya en un discurso que pronunció en la Jornada Mundial de la Juventud en 2013, lanzó este desafío a la Iglesia:

Necesitamos una iglesia capaz de caminar al lado de las personas, de hacer más que simplemente escucharlas; una iglesia que los acompañe en su camino; una iglesia capaz de dar sentido a la ‘noche’ contenida en la huida de tantos de nuestros hermanos y hermanas de Jerusalén….

Es importante idear y asegurar una formación adecuada, que proporcione personas capaces de salir a la noche sin dejarse vencer por la oscuridad y perder el rumbo; capaz de escuchar los sueños de las personas sin dejarse seducir y de compartir sus decepciones sin perder la esperanza y amargarse; capaz de simpatizar con el quebrantamiento de los demás sin perder la propia fuerza e identidad.

Este es el modelo de compromiso pastoral que el Papa Francisco nos presenta.  Me alegró escuchar a nuestro propio nuncio apostólico, el cardenal Christophe Pierre, explicar lo que esto significa en una reciente homilía que pronunció.  Esto fue hace tres semanas en la Misa por el establecimiento de la nueva Arquidiócesis Metropolitana de Las Vegas.  Allí habló de la “ley de la gradualidad”, de cómo debemos, como se dice, “encontrarnos con las personas donde están” y caminar con ellas paso a paso a lo largo del camino.  Pero no lo dejó ahí.  Completó el cuadro subrayando el destino al que conduce ese camino.  ¿Y cuál es exactamente el lugar al que debemos acompañar a las personas que están, como diría el Papa Francisco, “en la noche” y “en fuga de Jerusalén”?  A Jesucristo.  Él es nuestra meta, el único Salvador del mundo que literalmente nos ama hasta la muerte.

En este sentido, el cardenal Pierre relacionó las visiones del Papa Francisco y del Papa Benedicto.  El Papa Benedicto también habló frecuentemente de la cultura del encuentro y nos recordó lo que ese encuentro significa en última instancia.  Como dijo célebremente: “Ser cristiano no es el resultado de una elección ética o de una idea elevada, sino del encuentro con un acontecimiento, una persona, que da a la vida un nuevo horizonte y una dirección decisiva”.  Amplió este principio en su Catequesis de 2009 sobre San Bernardo de Claraval:

En efecto, para Bernardo el verdadero conocimiento de Dios consistía en una experiencia personal y profunda de Jesucristo y de su amor.  Y, queridos hermanos y hermanas, esto es válido para todo cristiano: la fe es ante todo un encuentro personal e íntimo con Jesús, es experimentar su cercanía, su amistad y su amor.  Así aprendemos a conocerlo cada vez mejor, a amarlo y a seguirlo cada vez más.  Que esto nos pase a cada uno de nosotros.

Encuentro y acompañamiento: nuestro encuentro personal e íntimo con Jesucristo debe ocurrir primero si queremos acompañar a los demás hacia él, verdadero deseo de todo corazón humano, se dé cuenta o no.  Sólo ese encuentro profundo puede darnos la convicción necesaria para saber que él es la verdad, vivir según la verdad y querer compartir esa verdad vivificante con los demás, a pesar de la oposición y el rechazo que enfrentaremos por permanecer junto a Cristo.

Este es otro ejemplo que nos da nuestro Señor en su acompañamiento al padre y a la madre de la niña moribunda.  Después de que ella murió y él dijo que simplemente estaba dormida (es decir, el sueño de la muerte, pero no entendieron), ¿cómo reaccionó la gente?  “[S]e burlaban de él”.  En ocasiones se burlarán también de nosotros por creer en Jesucristo y seguir su camino; seremos acusados de querer imponer nuestra religión a los demás simplemente por querer compartir con ellos esta Buena Nueva.  Pero un amor y un conocimiento auténtico y profundo de Jesucristo nos darán la resistencia espiritual para vivir con integridad, sabiendo que él es el único camino, la verdad y la vida para todos, no solo para algunos.

Comida de Vida Eterna

Él es el único Salvador del mundo en virtud de su Resurrección de entre los muertos, y este milagro de la resurrección de la niña en su ministerio público es claramente una alusión a su próxima Resurrección.  La misma palabra que usa para ordenarle a la niña, “levántate”, es el mismo verbo que se usa en los Evangelios en referencia a su Resurrección de entre los muertos.  Y Marcos termina su relato de esta historia con un detalle muy revelador: “Él … dijo que a ella se le debía dar algo de comer”.  

Esto nos da la segunda idea sobre la que me gustaría profundizar.  Aquí tenemos otra referencia en esta historia a la propia Resurrección de Jesús, aunque la suya será diferente a la de la niña a quien resucitó, porque ella volvió a la vida tal como la conocemos en este mundo, y así habría de morir de nuevo.  Pero Jesús se resucitó a una nueva clase de vida, con un cuerpo glorificado, una vida que no tiene fin.  Pero, sí, era realmente su cuerpo.  En numerosos relatos de sus apariciones posteriores a la Resurrección, se nos habla de Jesús comiendo con sus discípulos.  En el capítulo veinticuatro del Evangelio de Lucas, se nos dice que los discípulos eran incrédulos cuando Jesús se les apareció después de haber resucitado de entre los muertos, y para convencerlos de que realmente era él, comió un trozo de pescado horneado delante de ellos (Lc 24:41-43).

Esto nos hace pensar, también, en la historia del final del Evangelio de San Juan, donde Jesús está cocinando pescado a la orilla del mar para darles a sus discípulos algo de comer en el desayuno.  Y tenemos este testimonio de San Pedro en los Hechos de los Apóstoles: “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en la misma Jerusalén.  Al final lo mataron colgándolo de un madero.  Pero Dios lo resucitó al tercer día e hizo que se dejara ver, no por todo el pueblo, sino por los testigos que Dios había escogido de antemano, por nosotros, que comimos y bebimos con él después de que resucitó de entre los muertos” (Hechos 10:39-41; cursiva agregada).

Por supuesto, la historia que más reúne estas dos ideas de la vida y el testimonio de Jesús, el acompañamiento y la comida posterior a la Resurrección, es la historia de su aparición a los dos discípulos en el camino a Emaús.  La sincera petición de los dos discípulos a Jesús, incluso antes de darse cuenta de que el extraño que los acompañaba era en realidad él, inspiró el título de la Carta Apostólica del Papa San Juan Pablo II sobre la Eucaristía: “Quédate con nosotros, Señor” (Mane Nobiscum, Domine).  Emitió esta carta en octubre de 2004, al comienzo del “Año de la Eucaristía” que había proclamado.  Habló de cómo la historia de los discípulos en el camino a Emaús puede enseñarnos mucho sobre la Sagrada Eucaristía en las siguientes palabras:

El icono de los discípulos de Emaús viene bien para orientar un Año en que la Iglesia estará dedicada especialmente a vivir el misterio de la Santísima Eucaristía.  En el camino de nuestras dudas e inquietudes, y a veces de nuestras amargas desilusiones, el divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero para introducirnos, con la interpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios.  Cuando el encuentro llega a su plenitud, a la luz de la Palabra se añade la que brota del ‘Pan de vida’, con el cual Cristo cumple a la perfección su promesa de ‘estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo’ (cf. Mt 28,20) [MND 2; énfasis original].

En nuestro propio país, estamos en medio de un proyecto de Avivamiento Eucarístico de tres años, un esfuerzo por reavivar en los corazones de nuestro pueblo una auténtica fe eucarística católica.  Esta es la visión de fe que ve la Eucaristía como lo que es: el Pan de Vida Eterna, la manera en que nuestro Señor continúa acompañándonos en esta vida para llevarnos a la vida venidera, el lugar que nos preparó cuando entró en este mundo para morir en la Cruz por nosotros.

Lo que proporcionó a los discípulos en el camino a Emaús cuando se sentó y partió el pan con ellos – una clara referencia a la Sagrada Eucaristía, la Eucaristía que es nuestra participación en su muerte y Resurrección – lo enseñó clara y definitivamente en su famoso Discurso del Pan de Vida en el capítulo sexto del Evangelio de San Juan. No deja lugar a dudas de que éste es verdaderamente su Cuerpo y su Sangre, que nos da para vida eterna:

Jesús les dijo: ‘En verdad les digo que si no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes.  El que come mi carne y bebe mi sangre vive de vida eterna, y yo lo resucitaré el último día.  Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.  El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.  Como el Padre, que es vida, me envió y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí.  Este es el pan que ha bajado del cielo. Pero no como el de vuestros antepasados, que comieron y después murieron.  El que coma este pan vivirá para siempre [Juan 6:53-58].

Esto es lo que vivieron los discípulos que caminaban hacia Emaús: sus ojos se abrieron cuando el Pan Vivo que descendió del cielo partió el pan para ellos en aquella comida eucarística.  Luego, desaparece de entre ellos.  Y, ¿qué hicieron inmediatamente después de eso?  San Lucas nos dice: “De inmediato se levantaron y volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once y a los de su grupo.  Estos les dijeron: ‘Es verdad: el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón.’  Ellos, por su parte, contaron lo sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan” (Lc 24:33-35).  Pero, por qué volvieron a Jerusalén?

En verdad, no podrían haber hecho de otra manera, porque ahora habían llegado a la fe completa, a la plena comprensión de que su Señor en verdad había resucitado de entre los muertos y vencido a la muerte, y que realmente era él en su presencia.  Estaban tan llenos de alegría que no pudieron sino regresar a la comunidad de los discípulos y compartir la buena nueva, lo que nos indica algo más sobre el significado de este sacramento, lo que nos lleva a la tercera idea digna de nuestra consideración en esta historia de hoy, la historia que es el tema de nuestra conferencia.

Restauración: La Alianza del Matrimonio

“La jovencita se levantó al instante y empezó a caminar (tenía doce años).”  Jesús la devuelve – se puede decir, la restaura – a sus padres, a su familia.  Esta dinámica de restauración a la familia es parte de los otros dos ejemplos en los Evangelios donde Jesús resucitó a alguien de entre los muertos: el hijo de la viuda de Naín (en el Evangelio de San Lucas) y Lázaro de Betania (en el Evangelio de San Juan).  En el primer caso, el hijo es devuelto a su madre, un acto crítico de misericordia por parte de nuestro Señor si recordamos que, en el antiguo mundo bíblico, una mujer siempre dependía de un hombre para su sustento físico, y aquí esta mujer era viuda cuyo único hijo había muerto.  Lázaro también es devuelto a sus dos hermanas Marta y María, y luego se las ve compartiendo una comida con el mismo Jesús.

Llamamos a este sacramento el sacramento de la Comunión, “Santa Comunión”.  Por eso los dos discípulos regresaron a Jerusalén: para estar en comunión con sus condiscípulos.  Así es como Dios nos creó, para vivir en comunión, lo que significa compartir los bienes espirituales y temporales con los que Dios nos ha bendecido.  Es el amor el que lo rende posible, el amor que se nos hace visible a través de Jesús en la Cruz: entregarse por el bien del otro, puramente por el bien del otro, sin considerar lo que uno puede obtener de ello.  Esta es también la razón por la que Dios creó la raza humana como hombre y mujer, como nos dice el Libro del Génesis.  Volvamos a ese pasaje fundacional de la Biblia, en la creación del mundo.:

Dijo Dios: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.  Que tenga autoridad sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo, sobre los animales del campo, las fieras salvajes y los reptiles que se arrastran por el suelo.’  Y creó Dios al hombre a su imagen.  A imagen de Dios lo creó.  Macho y hembra los creó [Gén 1:26-27]. 

Precisamente porque Dios quería hacer de Su creación humana una imagen de Sí mismo, tuvo que hacerlos varón y mujer.  Es decir, Dios, como sabemos por la revelación divina, es una comunión vivificante de Personas, la Santísima Trinidad: todo lo que el Padre es y tiene, lo da al Hijo, y el Hijo regresa al Padre, y Su amor mutuo envía al Espíritu Santo que nos atrae a la comunión de vida y amor de Dios.

La creación humana de Dios, entonces, tenía que ser también una comunión vivificante de personas: en la alianza del matrimonio, el hombre y la mujer comparten una comunión vital y vivificante de vida y amor con fidelidad mutua y exclusiva, imaginando así la imagen del amor eterno, vivificante y fiel de Dios por nosotros.  En la unión conyugal, los dos se hacen uno y se completan mutuamente – una comunión completa e integral de cuerpo y alma, mente y corazón – mientras cada uno conserva su propia identidad única.  Y esa comunión completa de personas genera vida nueva.

Toda la obra de salvación de Dios es de restauración: restaurarnos a la amistad que perdimos con Él por la caída de nuestros primeros padres, restaurarnos a Su comunión de vida y amor.  Él lleva a cabo este plan a través de una Alianza que hace con el antiguo pueblo de Israel, y que lleva a la perfección en la Nueva Alianza de Su Hijo a través de su sangre derramada en la Cruz.  Esta restauración se aprende y se vive ante todo en la familia.  Es la familia, nacida de la alianza matrimonial fiel, fructífero y duradero para toda la vida, la que nos representa la vida interior de Dios y nos enseña acerca de nuestra relación con Él.  

En este sentido, nuestra comprensión católica de la Eucaristía es completa.  La Nueva Alianza sellada en la sangre del Cordero nos restituye a la vida eterna para la cual Dios nos creó, Alianza que Él hace presente en cada Eucaristía.  Este es el mandamiento que nos dio en la Última Cena: “Hagan esto en conmemoración mía”.  Pero para que no pensemos que esta restauración ocurre simplemente repitiendo un ritual y consumiendo lo que ese ritual nos ofrece, recordemos la versión de San Juan de esa Última Cena.  Allí, nuestro Señor se abaja para asumir el deber de esclavo y lavar los pies de sus discípulos, él que es su Maestro.  Y luego les ordena: “ustedes deben hacer como he hecho yo” (Jn 13:15).  Esta es la traducción de San Juan de, “Hagan esto en conmemoración mía.” 

En otras palabras, esta es una severa advertencia a no tomar la Eucaristía a la ligera, sino a acercarnos sólo con miedo y temor, viviendo de una manera que nos conforme a ese mandamiento del amor abnegado, que está lejos de buscar nuestros propios placeres e intereses y conveniencias.  No debemos tomar la Eucaristía en nuestros propios términos o como nos gustaría que fuera, sino como realmente es, en la totalidad de su significado.  Como continúa diciendo Juan Pablo en esa Carta Apostólica “Quédate con nosotros Señor”:

… es importante que no se olvide ningún aspecto de este Sacramento.  En efecto, el hombre está siempre tentado a reducir a su propia medida la Eucaristía, mientras que en realidad es él quien debe abrirse a las dimensiones del Misterio.  ‘La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones’ [MND 14; énfasis original].

“Un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones”.  Pensemos en aquellos discípulos en el camino a Emaús, pensemos en su reacción espontánea cuando comprendieron la inmensidad del don que les había sido dado: debían salir a compartirlo, a proclamarlo, en comunión con sus condiscípulos.

Hay muchas personas en nuestros tiempos que están experimentando la noche oscura lejos de Jerusalén. ¿Quién los encontrará en sus tinieblas y los acompañará, pacientemente, paso a paso, hacia la luz de Jerusalén, que es Jesucristo?  Cuando vivimos conforme a la imagen con la que Dios nos creó originalmente y a la que nos restaura en su Hijo, sabemos en lo más profundo de nuestro ser el gran don que es esto, y que Él renueva en cada Eucaristía.  Sólo Él puede hacernos dignos de este don, pero el amor nos hace querer intentarlo de todos modos, y el amor nos dispone a la obra de Su gracia dentro de nosotros que tiene el poder de hacernos así.

Esta es la luz que anhelan quienes habitan en la oscuridad, la paz anhelada por quienes están llenos de ansiedad y el gozo que parece tan inalcanzable para quienes sufren las cargas del pecado, la tristeza, la adicción y la desesperación.  ¡Necesitan saber que hay Buena Nueva, y que su nombre es Jesucristo!  ¡Y nos llama a ser evangelizadores de esa Buena Nueva!  Cuando realmente lo conozcamos y lo amemos, no podremos vivir nuestras vidas de otra manera.

Conclusión

Conocerlo y amarlo comienza en casa, en las circunstancias muy prácticas de nuestra vida diaria.  Allí, sobre todo, es donde aprendemos y reaprendemos constantemente la lección de su amor, su amor derramado por nosotros en su Cuerpo y Sangre en cada Misa.  Para volver una última vez a la Carta Apostólica de Juan Pablo, este es el encargo que nos dejó:

Todos ustedes, fieles, descubran nuevamente el don de la Eucaristía como luz y fuerza para su vida cotidiana en el mundo, en el ejercicio de la respectiva profesión y en las más diversas situaciones.  Descúbranlo sobre todo para vivir plenamente la belleza y la misión de la familia [MND 30; énfasis original].

Que nuestro tiempo juntos hoy nos renueve en este llamado sagrado, nos renueve en el asombro por el regalo de inestimable valor que Dios nos da en Su Hijo, en cada Eucaristía, para que podamos llevar la luz, la paz y la alegría de esta Buena Nueva a un mundo que vive en tinieblas y en sombras de muerte.  Gracias por su participación en esta conferencia de hoy y su compromiso de responder a este llamado que Dios ha dado a cada uno de ustedes.